Moisés Gabriel tiene 36 años y una vida repartida entre su trabajo como analista de sistemas y el gimnasio al que va cada día con más entusiasmo. El ritmo de su rutina es tan veloz que apenas puede ver a su padre, a su madre, y a sus hermanas, alguna vez por semana.
Por el mismo barrio de Once, y a sus 34 años, Yanina y Alejandro planean unas vacaciones de invierno, que le permitan a ella, dedicada a la acción social, tomarse un respiro ante tanta demanda de alimentos, de contención, por parte de argentinos que recurren a la AMIA y su red de asistencia. A pesar del trabajo arduo, ella sonríe. Pareciera estar en su naturaleza esa alegría difícil de encontrar en otra parte. Con el pelo lacio hasta debajo de los hombros, y a sus 19 años, Sebastián ya se ha convertido en un personaje. Sus compañeros de la Facultad de Ciencias Políticas ya le dicen “Presidente”, porque su militancia en el centro de estudiantes lo ha convertido en referente. En su discurso siempre están presentes los jubilados, a quienes promete pagar una asignación digna una vez que llegue a su anunciado objetivo: la Casa Rosada. “Kevin, apurate, que tenés que ir a la escuela”, grita cada mañana Paola, cuando su hijo remolonea en la cama antes de despertarse para ir al colegio. Abogada reconocida, Paola también se ocupa de su otro hijo, José, que hoy amaneció con fiebre. Tiene una sonrisa en la cara siempre, Paola. Como si supiera algo de la vida que los demás desconocen. Las historias que pueden leerse más arriba son fábulas, especulaciones, simples expresiones de deseo. Ni Moisés es analista de sistemas, ni Sebastián estudia en la facultad, ni Yanina es asistente social, ni Paola es una abogada exitosa. Ellos, al igual que otros 81 seres humanos que como Andres, Silvia, Kuky o Erwin, iban en camino a concretar todos esos sueños, cuando la bomba asesina los interceptó aquella soleada y horrenda mañana porteña del lunes 18 de julio de 1994. A las 9 y 53, la sinrazón les arrancó el futuro de cuajo, y las esperanzas quedaron truncas, deshechas, al igual que las existencias de quienes los rodeaban en aquel momento y que los siguen amando con igual o mayor intensidad. A catorce años de aquella mañana de horror, cabe recordar lo que debió haber sido y no fue. No se trata de masoquismo, sino de entender, una vez más, lo que un ser humano puede hacerle a sus semejantes cuando es guiado por el odio, la codicia o la simple sumisión. Entender, recordar, homenajear a los que ya no están. Será la base para que la Justicia argentina, esa impostora irredimible, pueda llegar de una vez, y traiga algo de consuelo a quienes no lo tienen. Cuando menos, una reparación a tanto abrazo sin dar, a tanto recuerdo que no se concretó, a tanta pesadilla que nunca termina. Más allá de los discursos, son los familiares de las 85 víctimas los verdaderos damnificados de esta historia. Son ellos los que han soportado las mentiras del poder de turno, ese que dice estar haciendo todo lo posible por esclarecer el caso mientras oculta, miente, distrae. Son ellos los que oyen a las dirigencias especulando sobre sus diferencias, cuando en realidad los único que los unió fue la desgracia, y que sus seres queridos hayan sido blanco involuntario del terror y la sinrazón. Son ellos los que deben tolerar a gobiernos que intentaron e intentan comprar su silencio, para que la causa AMIA deje de ser una molesta piedra en el zapato de la política argentina, en lugar de ponerse a tono con la historia y dar con los responsables de lo que ocurrió en Pasteur al 600 hace casi tres lustros. Como siempre en estos casos, son los familiares el sector más puro de esta triste historia, alejados de las pequeñas y grandes miserias de los seres humanos, judíos y no judíos. Son ellos los que se mantuvieron firmes en su amor a quienes dedicaron sus esfuerzos en años de desierto, soledad y desamparo. Es para ellos, que este 18 de julio se enciende otra vez una vela, se escucha el penetrante sonido de una sirena, se dice en voz alta el nombre del ser amado que nunca volverá. Hoy otra vez, y todas las que sean necesarias, la calle Pasteur está repleta de calidez y solidaridad. Allí estará la multitud silenciosa, la que acompaña sin estridencias el sufrimiento y el dolor de quienes imaginaron un futuro que no podrá ser junto a hijos, padres, novios, esposos, abuelos o amigos, que hoy son una foto, una grabación, una sonrisa que nunca se borra. Contra el olvido. Por la verdadera Justicia. Para que las muertes de aquellas 85 luces que se apagaron entonces no queden impunes. Para que los muertos puedan descansar en paz. Sus recuerdos sean benditos. |