Por Moshé Korin.
Hay preguntas nodales sobre nuestra identidad que han sido formuladas tanto por judíos como por no-judíos a lo largo de centurias y hasta milenios. ¿Qué somos en definitiva los judíos? ¿Una etnia, una religión, una nación? ¿Cómo es que un grupo disperso por tantos disímiles lugares y tiempos, aparentemente atomizado cuya cohesión e identidad parecieran estar permanentemente en disolución, resulta manifestar una indudable potencia identitaria a través de las circunstancias y las diferencias?
El judaísmo emergió en sus orígenes históricos bajo la forma tribal, con
una religión tribal y progresivamente se desarrolló hasta constituir
una nación. Evolucionó hasta convertirse en una comunidad, una
confraternidad religiosa, exclusiva, cohesionada, con una gran
conciencia de sí misma y con las características de una civilización
autónoma.
Remontándonos en el tiempo, señalemos que de todos los pueblos y tribus
conquistados por Alejandro Magno y por los romanos, los judíos hemos
sido el único que evitó ser absorbido por las civilizaciones helénica y
romana, preservando así la propia identidad.
Aquello que aseguró la supervivencia judía por aquel entonces fue el
poder incorporar en una considerable medida, influencias helenistas, sin
dejar de ser una nación que diferenciándose de las demás, se reservaba
un particular e insustituible papel para los suyos.
Aquello que aseguró que los judíos resistiesen la asimilación, fue
asimilar de otros pueblos entre los cuales vivían sin asimilarse; fue el
saber omnipresente de haber conquistado hace mucho tiempo atrás, sólo
ellos entre todas las naciones, una enorme verdad: la trascendencia
absoluta de Dios. Un Dios que nada tenía en común con las deidades de
Grecia y Roma -politeísmos basados en superhombres que formaban parte de
la naturaleza.
Otro rasgo de suma importancia para nuestra cohesión y supervivencia fue
el hecho de que la relación no fue para unos pocos iniciados, sabios o
santos, sino que el acto divino abarcó a todo el pueblo judío, “el
pueblo de Dios”, “la nación sagrada”.
La práctica religiosa fue destinada a abarcar y santificar toda la vida,
sin ninguna distinción entre la esfera divina y la humana, la fe y la
ciencia, la teoría y la práctica, los preceptos religiosos y la moral
individual y social. La religión judía pervivió al ser practicada como
un modo de vivir.
Una de las observancias que nos ha brindado unificación y continuidad ha
sido nuestra ley de alimentación -o conjunto de leyes dietéticas-. Las
leyes dietéticas primarias se hallan en el Libro Levítico donde se
menciona un listado de animales Kasher y no Kasher. La razón allí no es
explicitada. La Biblia tan sólo establece que deben ser obedecidas
porque:
“Yo soy el Señor que os hago subir de la tierra de Egipto para ser
vuestro Dios. Vosotros por tanto os santificaréis y seréis santos,
porque Yo soy santo.” (Levítico 11:45)
La Santidad
Santidad es pues la única razón dada. Santidad en hebreo es “kedushá”,
derivada de la palabra “kadosh” que también significa separado, en el
sentido de lo que es sagrado, es algo aparte, algo puesto a un costado,
es decir, para ser un pueblo sagrado, Israel debió apartarse, separarse
de sus vecinos idólatras - ; renovando cada vez nuestro pacto con la
divinidad y a la vez haciéndonos más éticos al circunscribir nuestros
valores.
Los intérpretes talmudistas entendieron a la perfección este mensaje y
fueron circunscribiendo, limitando las prácticas que atentaban contra el
respeto por la vida. Así por ejemplo, si en determinado momento se
practicaba la ofrenda sacrificial del primogénito, ésta fue luego
prohibida.
Del mismo modo, si bien no fue posible prohibir toda ingesta de animales
e instaurar el ideal vegetariano, sí se limitó su ingesta estableciendo
prohibiciones que delimitan nuestra ética para con los animales en
tanto criaturas vivientes.
Recordemos que Rabí Iehuda dijo:
“- Al primer hombre no le fue permitido comer carne, puesto que en la
Torá está escrito que el Eterno dio hierba y frutos para el hombre y
todos los seres vivos (Génesis 1,29). Recién luego del diluvio le fue
permitida a la humanidad comer carne. ” (Tratado Sanhedrin, 59)”
No es casual entonces, que todo animal Kasher sea herbívoro.
Kashrut: la santificación del comer y
la enseñanza de reverenciar la vida
“ Y cuando el Señor, tu Dios, ensanchare tu territorio, como El ha dicho
y tú dijeres. ´Comeré carne´, porque deseaste comerla, conforme a lo
que deseaste podrás comer. Si estuviere lejos de ti el lugar que el
Señor, tu Dios escogiere para poner allí Su nombre, podrás matar de tus
vacas y de tus ovejas que Dios te hubiese dado, como te he mandado Yo. Y
comerás en tus puertas según lo deseares...Solamente que te mantengas
firme en no comer sangre; porque la sangre es la vida y no comerás la
vida juntamente con su carne. No comerás; en tierra la derramarás como
agua. No comerás de ella, para que te vaya bien a ti y a tus hijos
después de ti, cuando hicieres lo recto ante los ojos del Señor.”
(Deuteronomio, 12:20-21, 23-24)
Si se recuerda que sólo a partir del diluvio aparece en la Biblia el
hombre como carnívoro y que de hecho a Adán en tanto ideal de pureza del
hombre, le es indicado alimentarse sólo de frutas y verduras, resulta
manifiesto que el comer carne es una concesión divina en forma de pacto.
Conforme a las debilidades y necesidades humanas se concede la ingesta
de carne, pero con la sagrada restricción de reverenciar la vida que se
quita.
La kashrut es ese proceso mismo de santificación, en el cual podemos
circunscribir dos pilares fundamentales: la Shejitá, el método de
matanza de los animales según el ritual judío, por un lado y por otro,
el cómo comemos.
El ideal judío que establece las leyes de la Kashrut es esencialmente no
matar para comer, no depredar; por ello el número de especies
destinadas a la alimentación es limitado e identificado por determinadas
características: un animal terrestre debe ser rumiante y de pezuñas
partidas, un pez debe tener aletas y escamas y un ave no debe ser de
presa.
Tal es también el sentido del señalamiento de la Torá que indica: “no
cocinarás el cabrito en la leche de su madre”. Llevar a cabo esta acción
prohibida implicaría la desaparición de dos generaciones a la vez, lo
cual es equivalente al moderno término depredación.
La Shejitá Talmúdica
La Shejitá talmúdica, halla sus raíces bíblicas en el fragmento arriba
citado: “Podrás matar de tus vacas y de tus ovejas que Dios te hubiere
dado, como te he mandado Yo.” En otras palabras, no es posible eliminar
los deseos y necesidades humanas, pero es deber limitarlas y
sacralizarlas.
Las leyes que rigen nuestra Shejitá, son las más antiguas y humanas
respecto de la matanza de los animales, a ello debe sumarse que
actualmente siguen siendo las más respetuosas de los animales.
Ellas se encuentran en las antípodas de la cultura dominante presente en
la cual la vida no sólo del animal, sino también humana, es equiparada a
una mercancía. Y si nosotros los judíos, que hemos sido objeto de
innumerables padecimientos infligidos por este abominable y cruel trato
para con lo vivo, no somos capaces de ser portavoces de lo sagrado de
todo tipo de vida, ¿quién lo será?
Retomando puntualmente la reglamentación de la Shejitá, señalemos que el
rito indica que el tipo de cuchillo (“jalaf, jalef”) utilizado requiere
ser examinado antes y luego de la matanza para asegurarse que su filo
es perfectamente liso y que no ha desgarrado la carne del animal.
Por otra parte, el modo del corte lleva al animal inmediatamente a un
estado físico de insensibilidad al dolor. Toda acción que conlleve
tortura o dolor al animal está expresamente prohibida. Así como
conservar su sangre, símbolo de la vida que circulaba en él.
El Shojet (matarife que cumple con el ritual judío), es quien encarna
con su erudición y devoción religiosa -a través de la minuciosa
secuencia acompañada por la veneración religiosa del acto- el respeto
por la criatura divina que perece.
En cuanto al cómo comer, el Talmud señala que la mesa en la cual comemos
es como el altar del Templo. Por ello, el proceso mismo de comer se
transforma en una cotidiana ceremonia religiosa, no desligada ni
diferenciada de aquella que ejecutamos en el espacio sagrado del Templo.
La vida toda es sagrada y también nuestra mesa, al momento de comer.
“Dijo Rabí Bunem: -Dicen nuestros sabios: ´Busca la paz en tu propio
sitio´. La paz no puede ser hallada en sitio alguno, fuera de uno
mismo.” (Martín Buber).
Podríamos decir entonces que el ideal judío que proponen las leyes de la
Kashrut, es no permitir que se mate cualquier animal que el hombre
desee comer.
Dijo Maimónides en su célebre “Guía de los perplejos” respecto de las leyes alimentarias:
“Nos enseñan a dominar nuestros apetitos, a acostumbrarnos a reprimir
nuestros deseos y a evitar considerar el placer de comer y de beber como
el objetivo de la existencia humana.”
Los valores éticos
Las leyes de la Kashrut, vituperiadas a veces, malinterpretadas otras,
poseen en su seno añejos valores éticos de nuestro judaísmo. A través de
la reproducción cotidiana de estos valores, revitalizamos diariamente
el pacto con nuestro Dios y nos separamos de la mundana indiferencia e
irresponsabilidad.
De esta manera realizamos nuestra santidad, perpetuamos nuestros valores
y nos diferenciamos de quiénes no provienen de las mismas milenarias
raíces. Nos separamos porque nos cohesionamos con nosotros mismos, con
nuestras costumbres, tradiciones y con los nuestros. Y esta actitud, de
ninguna manera significa no conocer, no estudiar, no convivir con otras
naciones y civilizaciones (asimilar sin asimilarnos).
En uno de los cuentos jasídicos seleccionados por Martín Buber, éste nos
enseñaba con la bella síntesis que caracterizaba su pluma:
“-¿Dónde mora el Señor? - preguntó el Rabí de Kotzk a otros eruditos que
se hospedaban en su casa. Estos no disimularon su sorpresa.
-¿Qué dice Su Señoría?, si todo el Universo está lleno de Él.
Pero el Rabí dio él mismo la respuesta a su pregunta:
-El Señor tiene su morada allí donde lo dejan entrar.”
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